La Argentina industrial, aquella que comenzó a echar raíces a mediados del siglo 20, permitió poner proa hacia la independencia política y económica del país. Fue un proyecto ambicioso que se contrapuso con el que había instalado la generación del 80, pensando a Argentina como un país exportador de productos primarios provenientes del agro y la ganadería. Un país abastecedor de las necesidades de la producción industrial europea.

La multiplicación de chimeneas productivas, que se desparramaron en buena parte de la geografía nacional y especialmente en el inmenso cordón bonaerense, fue la punta de lanza de un proyecto que promovió el desarrollo del país a través de políticas activas para su crecimiento. Aquella argentina industrial multiplicó los puestos de empleo, fortaleció al sector del trabajo y permitió un extraordinario proceso de concientización social, que se desparramó rápidamente entre los sectores históricamente más desplazados en el reparto de la riqueza nacional.  

Fueron años donde la llamada oligarquía agrícola ganadera, con altos niveles de concentración de poder y riquezas, se vio forzada a retroceder. Entregó partes de los privilegios que tenía, pero nunca abandonó su proyecto de país. Aquel que lo ataba a los intereses de grupos y naciones dominantes en el mundo. Ha sido éste, un sector de extraordinaria influencia en la formación de dirigentes industriales sin conciencia nacional. Industriales que tuvieron participación activa en hechos políticos trascendentes del siglo XX.

En 1930 la Unión Industrial Argentina compartió activamente la oposición antiyrigoyenista y se alío con la Sociedad Rural y la Bolsa de Comercio, para alentar el derrocamiento de Hipólito Yrigoyen. Los capitanes de la industria repetirán esa misma tarea antidemocrática en 1955. Los industriales argentinos enrolados en la UIA, fueron activos manifestantes que alentaron los golpes que derrocaron los gobiernos democráticos de Hipólito Yrigiyen primero, y Juan Domingo Perón después.

El desarrollo industrial, fomentado a través de líneas de créditos específicos para alentar la instalación de fábricas, tuvo gran expansión a partir de 1946. Bajo el gobierno de Juan Perón se instaló una Argentina industrial que no reconocía antecedentes. Se multiplicaron las industrias textiles, mecánicas, manufactureras, siderúrgicas. Años donde, también, se sentaron las bases de las políticas petroleras y automotrices. Sin embargo, Perón no logró amalgamar en este sector una dirigencia capaz de convertirse en la burguesía industrial con conciencia nacional. Y no es que Perón no haya hecho intentos para unirlos en un proyecto común. En 1951 consultó a los distribuidores de automóviles, sobre la posibilidad de fabricar autos en nuestro país. Les hablaba de un mercado regional, de crear las bases de una industria que abastezca a toda América. No hay mercado, fue la respuesta que recibió. Perón no dejaría escapar la posibilidad de transformar a nuestro país en el polo de desarrollo industrial para este sector del continente.

Cuatro años más tarde, de aquel ofrecimiento, en 1955 firmó un decreto presidencial que permitió la creación de IKA, Industrias Kaiser Argentina. El Kaiser fue el primer sedan argentino producido en el país.

En 1959 la industria automotriz vendió 27.834 autos, el 81%, es decir 22.612, eran Kaiser Carabela

Desarrollar aquel proceso de expansión industrial, fue un desafío para incursionar en una nueva conciencia nacional. Fue necesario construir un puente, a través de gestos y hechos, que desplegaran en la población la creencia que podíamos ser un país productor y no solo exportador de materias primas. Uno de estos hechos ocurrió el 1 de marzo de 1948 una multitud rodeo la estación retiro para festejar la nacionalización de los ferrocarriles. Aquel traspaso no fue simplemente una transferencia de administración de servicios, representó la creencia que se estaba ante un proceso de independencia que fortalecía la identidad nacional. El proceso de industrialización en la argentina requería de un estado fuerte, capaz de ser la locomotora que impulse la producción nacional. La red ferroviaria Argentina creció en forma paralela al país industrial. Hasta 1957, se desparramaban por la geografía nacional 47 mil kilómetros de vías férreas.

Aquel modelo expansionista con políticas de protección para sus industrias, se mantuvo como una identidad propia durante los distintos gobiernos que se sucedieron hasta mediado de los años setenta.

A partir de 1976 el país se encontró nuevamente en el dilema de verse absorbido por políticas que redujeron su capacidad productiva, para posicionarla como una nación de servicios. Una transferencia que se dio en dos etapas. La primera con un proceso de revalorización financiera, una época reconocida como de plata dulce donde se desalentó la inversión productiva, fomentando el juego financiero a través de tasas o la adquisición de moneda extranjera. La segunda etapa de este ciclo, fue a partir de 1990 con la llegada de Menem al gobierno nacional. Este período completó el proceso iniciado en 1976, con el traspaso de empresas estatales a manos de extranjeras, la fijación por ley de un dólar barato que facilitó la destrucción del aparato productivo, y la venta de las industrias nacionales a grandes multinacionales o fondos de inversión, que en realidad representaban enormes masas de dinero flotante dispuestos a sacar rédito en el juego especulativo.

Hubo, en los años noventa, un proceso de desnacionalización de la industria Argentina que sirvió como puerta de ingreso para capitales extranjeros volátiles. Presentados como grupos de inversión manejados por testaferros, aparecieron compradores de las más tradicionales empresas Argentinas. En noviembre de 1997 el Centro de Estudios para la Producción, que depende de la Secretaría de la Industria de la Nación, informó que entre 1991 y 1997 grupos extranjeros compraron 423 empresas argentinas medianas y grandes, por las que pagaron 20.435 millones de dólares. Los cambios afectaron especialmente a los sectores bancarios, supermercados, AFJP, medicina prepaga, alimentación, automotrices y autopartistas.

Este traspaso significó que, entre 1994 y 1998, nueve de los diez primeros bancos privados argentinos pasaran a manos extranjeras, y que al menos 250 mil personas cambiaran de empleador. Hubo áreas estratégicas, como la minería, comunicaciones, electricidad, gas, agua o automotores, donde la presencia extranjera pasó a ser mayoritaria.

Del proceso de desnacionalización no se salvaron ni siquiera, las empresas de servicios fúnebres. En diciembre de 1998 Lázaro Costa fue vendida a la norteamericana Service Corporation, que tiene 22 mil empleados y factura 3 mil millones al año. Su sede se encuentra en Boston y poseía por entoces 365 cementerios privados y 156 crematorios en todo el mundo.

Las estadísticas oficiales mostraron con crudeza el resultado de estas políticas económicas liberales que provocaron el estallido social del 2001. Según datos del INDEC en 2003 el 10% más rico de la población ganaba 31 veces más que el 10% más pobre. En 1974, la misma medición marcaba una brecha mucho menor entre unos y otros. El 10% más rico de la población ganaba 12 veces más que el 10% más pobre. Estos datos resaltaban que en los últimos 30 años los ricos se hicieron cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres.

No se trata, en este informe, de desarrollar un análisis xenofóbico hacia el poder económico extranjero, sino de interpretar como funciona el capitalismo y afecta el bienestar económico, la soberanía argentina y nuestra identidad cultural. La concentración de capitales extranjeros manejando las empresas líderes de la industria nacional, provoca que las decisiones de esas empresas se tomen en sus países de origen. Desde allí se asumen estrategias que no necesariamente contemplan los intereses, sociales, económicos o culturales argentinos.

Junto a este proceso se abordó a la opinión pública con mensajes que hacían eje en dos temas: La destrucción del aparato estatal, emparentándola con la corrupción, y la degradación de la autoestima nacional.

La cultura de lo importado es más que la referencia a productos realizados en otros países. Es, además de una fuente de trabajo menos, la degradación de lo nuestro avivando el deseo de pertenecer a otra región del mundo. Es, en síntesis, el resultado de una derrota cultural que apuntala la idea que no somos capaces de desarrollarnos y crecer por nosotros mismos. Que necesitamos estar tutelados. Es la mirada permanente hacia el viejo continente o hacia el norte del nuestro, para buscar respuestas de cómo se hacen las cosas de manera correcta.

En los 90 ese modelo se afianzó en la sociedad sin necesidad de imponerlo por la fuerza, fue avalado por el voto popular. Así visto, el menemismo no fue más que la expresión del deseo colectivo de un sueño inconcluso. Durante esos años ocurrió la más brutal apertura económica, de desregulación y privatizaciones, con el traspaso de bienes, estatales o privados, a manos extranjeras.

El politólogo Oscar Oszlak plantea que la desnacionalización provocó la pérdida de capacidad autónoma de nuestro país, y transformó a las embajadas de las naciones extranjeras en poderosos centros de lobby, tarea que también realizaron, de manera indisimulable, las misiones diplomáticas que llegaron a nuestro país.

Terence Todman, fue designado embajador de Estados Unidos en Argentina en 1989. Fue un lobbysta de los intereses de las empresas estadounidenses en nuestro país. Denunció coimas en lo que se conoció como el Swiftgate, se quejó por la adjudicación directa de bandas de telefonía celular móvil, y por el monopolio de Edcadassa. Intercedió para aliviar la deuda de Firestone con la D.G.I. y fue de los primeros en hablar de la reelección presidencial de Carlos Menen, dando la bendición al proyecto de continuidad.

En junio de 1993 Todman dejó de ser embajador después de cuatro años de gestión. No debe ser casual que si uno apela a la memoria para recordar el nombre de embajadores de Estados Unidos en nuestro país, los dos que aparecen inmediatamente son Todman y su sucesor, Cheeck. Ambos, estuvieron durante el gobierno de Menem, mantuvieron un perfil alto de protagonismo como si fueran políticos locales.

Si hay un traspaso emblemático que simboliza el proceso de desnacionalización, fue la venta de YPF, por entonces la más grande de las empresas públicas y la de mayor facturación en el país. En 1999 la española Repsol, que hasta entonces tenía el 15%, pagó 15 mil millones de dólares para obtener el 100% de las acciones de YPF. En esa operación el Estado argentino liquidó el porcentaje que le quedaba, que era el 5,3%. La injerencia española en la economía argentina se había iniciado en 1990, con la compra de Telefónica y el traspaso de Aerolíneas a Iberia. Más tarde, capitales privados y estatales de la península ibérica, tomaron acciones en infinidad de empresas como, supermercados Norte, Tía y Día; Edesur, Edenor, Astra, Metrogas y banco Río, para nombrar solo algunas. La facturación de las empresas españolas en nuestro país llegó a ser, en el año 2000, de 20 mil millones anuales, el equivalente al 7% del Producto Bruto Interno argentino

La Argentina estuvo en venta. Buena parte de sus bienes, sus tierras, empresas públicas y privadas fueron compradas en un proceso asombrosamente veloz.

La soberanía política y económica se desdibujó tanto que en durante la crisis del 2001, el economista Alan Rudy Dornbusch, profesor del Instituto de Tecnología de Massachusetts, sostuvo que la Argentina para salir de la crisis debe delegar el gobierno en manos de banqueros extranjeros. No fue el único que pensaba en esa dirección tan colonial.

Por esos mismos días de grosero endeudamiento argentino con el exterior y corralito interno, el historiador argentino Roberto Cortes Conde expuso en un congreso internacional sobre historia económica, en Puerto Madero, que la resolución de la actual crisis argentina podría darse a partir del sometimiento a la jurisdicción de otro país. Cortes Conde, interpretaba que se debían firmar tratados con organismos y con el grupo de los 7 países más desarrollados del mundo, para crear compromisos no derogables por el Congreso Argentino. Sería una forma, dijo Cortes Conde, de garantizar al ciudadano que sus ahorros estarán salvados de cualquier intencionalidad del gobierno de turno.

Parte de esas sugerencias fueron tenidas en cuenta por muchos grupos de bonistas extranjeros que, en años de renegociación de la deuda externa, exigieron tierras fiscales a cambio. Es lo que escucharon funcionarios argentinos cuando se reunieron, en 2003, con un grupo de ellos en Japón.

Plantados con una escenografía de características similares, aunque no igual a la de los inicios del siglo XXl, la pregunta que surge hoy es saber cómo será la salida a la actual crisis. Revertir las derrotas culturales lleva tiempo, demandan paciencia acompañada de información y construcción de conciencia nacional. Revertir lo económico requerirá de coraje para afrontar el embate externo y las demandas de los grupos de interés internos que tiene los acreedores del futuro argentino.